Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez.- GABRIEL GARCIA MARQUEZ

lunes, 8 de octubre de 2012

Mi familia es perfecta – lo dijo mientras sonreía. Esa sonrisa tan rara que siempre tenía cuando hablaba de aquello. Hacía poco que éramos compañeros de trabajo, yo hacía veinte años que trabajaba en ese local de fotografías de la calle Billinghurst. Estaba a gusto allí, buena paga, buenos jefes, cerca de casa. Vivo a dos cuadras de allí, todas las mañanas caminaba respirando el aroma que emanaba de los arboles decorativos del lugar. Iba silbando, me gustaba mi trabajo. Como siempre algún malhumorado pretendía arruinarme el día, pero a mal tiempo buena cara cuando la dicha es buena. Jorge Mattía había llegado en abril, de eso había transcurrido seis meses. Nos habíamos hecho amigos, un hombrecito muy simpático por demás educado. Me pedía consejos, yo se los daba, según me dijo, me veía como un padre. Una tarde lluviosa de mateadas, en la que nadie acudía al local me confesó su cariño filial hacia mi . Ese día continuó contándome de su familia a quienes el tanto quería, compuesta por su madre y dos hermanas. Su padre, me dijo, había muerto hacía ya tanto tiempo, cuando él era solo un niño que no podía recordar siquiera el sonido de su voz y que yo en cierta medida y en algo que no recordaba le parecía a él, me pareció un halago. Así fueron trascurriendo los días y los meses, nuestra amistad crecía. Jorge cada tanto presentaba conductas extrañas pero yo lo atribuía al stress natural de la vida misma. Cierto día había venido un cliente con las ínfulas infladas acompañando un mal humor desbordante y se había puesto a gritarle por un problema que Jorge había causado. Mientras gritaba y gritaba él lo miraba desde éste lado del mostrador sin decir palabra alguna, lo que enfurecía más y más al alterado cliente. De repente, Jorge lanzó una carcajada fuera de sí, dio media vuelta y se fue del local. El cliente y yo nos miramos desconcertados. Generalmente un griterío de tamaña magnitud hubiera dado resultado un ida y vuelta. Pero en este caso no, simplemente se fue… De más está decir que esa tarde no volvió a trabajar. Yo como siempre lo cubrí. Lo apreciaba…lo quería…que se yo. Era un buen pibe parecía menor de lo que era, aniñado, pelirrojo, con cara de bueno, charlábamos, me escuchaba, hasta quizás más que mis propios hijos A veces me sorprendía porque podía pasarse horas y horas sin hablar hasta que de repente parecía que algo cambia en él y volvía a convertirse en un torrente de palabras que empujan para salir de su boca. Por eso aquel día cuando volvió por enésima vez a nombrar a su perfecta familia, no me sorprendí, siempre hablaba del tema, y por lo que parecía este día no iba a ser la excepción. - Mi madre todo el tiempo está cocinando para nosotros- exclamó – postres, tortas, A mí me espera con la comida calentita todas las noches- volvió a sonreír y por primera vez sentí un escalofrío al verle hacer esta mueca que parecía macabra. Ese día no sentí su agradable compañía. El prosiguió su monólogo – mis hermanos siempre hacen cosas diferentes, pero siempre estamos unidos – sus afilados dientes volvieron a asomar y volví a sentir la incomodidad que antes había recorrido mi cuerpo. Y siguió y siguió. Atendió tan amablemente a los clientes con una predisposición no antes vista. Salimos y me invitó a cenar, fuimos a la pizzería de la esquina. Disfrutamos una rica calabresa con una cervecita bien helada, su agradabilidad floreció nuevamente y yo volví a sentir esa grata compañía que tanto disfrutaba, pasamos horas y horas charlando,

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